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Palabras del presidente Andrés Manuel López Obrador en visita oficial a Estados Unidos de América

Nos da mucho gusto, presidente Biden, estar de nuevo aquí en la Casa Blanca. Envío un saludo al pueblo trabajador, progresista de los Estados Unidos.

Este es el segundo encuentro que en apenas ocho meses sostenemos con usted presidente Biden aquí en la Casa Blanca.

Pero la circunstancia actual nos demanda estrechar aún más los lazos de amistad y cooperación para actuar juntos ante los grandes desafíos que enfrentan nuestros países. Y vaya que vivimos tiempos difíciles: primero fue la pandemia con sus secuelas de muerte, sufrimiento y daños a la actividad productiva, y ahora la guerra en Ucrania, la cual no solo ha dejado dolor y destrucción, sino que agravó la crisis económica e impulsó la espiral inflacionaria que padece el mundo.

De modo que vengo a verle, presidente Biden, para expresarle en nombre del pueblo de México la disposición a trabajar juntos en bien de nuestras naciones.

Esta no será la primera ni la última ocasión en que cerremos filas para ayudarnos mutuamente. A pesar de nuestras diferencias y de agravios que no resultan fácil de olvidar ni con el tiempo ni con los buenos deseos, en muchas ocasiones hemos podido coincidir y trabajar como buenos amigos y verdaderos aliados.

Durante el gobierno del presidente Franklin Delano Roosevelt se hizo patente una política que nosotros consideramos eficaz y fraterna. Eran otros tiempos, pero existían circunstancias parecidas a las actuales, y de esa política debemos extraer buenas lecciones, porque la historia es la maestra de la vida.

Cuando el presidente Roosevelt llegó a la Presidencia, el 4 de marzo de 1933, Estados Unidos padecía una de las crisis económicas y sociales más profundas de su historia. Por eso, con definición, arrojo y aplomo, desde los primeros días de su gobierno lanzó un torbellino de iniciativas que cambiaron al país e infundieron nuevas esperanzas entre sus habitantes en Estados Unidos.

Asimismo, durante su administración aplicó una política de buena vecindad con los países del continente americano. La autenticidad de esta política tuvo su mejor ejemplo en el respeto a la soberanía de nuestro país. En esa época, en México, el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas emprendía reformas profundas, fue entonces, en 1938, cuando se llevó a cabo la Expropiación Petrolera. Sin embargo, las diferencias se resolvieron mediante el diálogo y la colaboración con dignidad.

Esa política de respeto a la soberanía de las naciones dio frutos, creó condiciones favorables para que los gobiernos de Estados Unidos y de México actuaran como aliados en la Segunda Guerra Mundial.

La alianza fue mucho más allá de la mera cooperación en el esfuerzo bélico; cuando Estados Unidos entró a la guerra, miles de estadounidenses fueron reclutados por las Fuerzas Armadas y esto causó que la agricultura se quedara sin fuerza de trabajo: a los granjeros les urgía mano de obra, como ocurre ahora en restaurantes, fábricas, construcciones y en el campo.

En esas circunstancias, en 1943, el presidente Roosevelt reconoció la realidad y tomó la decisión de apoyar el programa Bracero, por el cual miles de jornaleros agrícolas mexicanos ingresaron a Estados Unidos de manera legal para ayudar en la producción de alimentos; incluso durante la construcción del ferrocarril en Estados Unidos, en los años de 1943 a 1946, se contrató a 130 mil trabajadores mexicanos mediante este procedimiento pactado por ambos gobiernos; ciertamente, el programa no estuvo exento de errores, abusos e incumplimientos, pero sin duda dio buenos resultados en lo productivo y lo laboral, fue un marco más seguro y con menos violaciones a los derechos humanos si se compara con las disposiciones migratorias actuales.

Algo parecido a ese programa es lo que proponemos ahora. Es cierto que ya nos une e integra el Tratado México-Estados Unidos y Canadá, pero todavía hay márgenes para intensificar nuestra relación bilateral.

Por ejemplo, las altas tasas de inflación tienen que ver con los desajustes de la economía mundial por la pandemia y la guerra en Ucrania, pero también debemos reconocer que desde hace tiempo no estamos produciendo lo suficiente. En las últimas tres décadas se aceptó de manera cómoda que China sería la fábrica del mundo, con la falaz idea de que en la globalidad no era necesaria la autosuficiencia alimentaria, energética y de otros bienes porque podíamos importar lo que necesitáramos; sin embargo, la realidad actual nos hace ver que es indispensable producir lo que consumimos en nuestros países y en nuestra región.

Sin llegar al extremo de cerrar nuestras economías, debemos pensar que el desarrollo de las naciones depende en lo fundamental de su capacidad productiva.

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